I
NORBA CAESARINA
Era mi intención acabar mis días en la tierra en la que nací, pero creo que no me va a ser posible. Añoro mi patria chica, Gades. No la Augusta Urbs que yo he contribuido a construir para gloria del Imperio y su Princeps, sino aquella vieja Gades en la que fui dado a luz uno o dos años antes de que a nosotros los Balbo nos fuese concedida la ciudadanía[1]. Añoro las islas, los atardeceres, el olor a salitre, el canto de las olas y, sobre todo, ese inmenso mar occidental, al otro lado del cual Platón situó la desaparecida civilización de los atlantes y cuya contemplación habría de inspirar muchos de mis sueños infantiles y mi afán por la aventura ya antes de vestir la toga viril[2].
La Parca no parece dispuesta a concederme ninguna prórroga y, por tanto, con la premura que la ocasión exige dicto, cuando no escribo, estas líneas, aprovechando esta parada obligada en Norba Caesarina. La colonia de la que tengo el honor de ser patrono, fundada por el padre de mi único yerno, el procónsul Gayo Norbano Flaco, y levantada en las proximidades del campamento que Cecilio Metelo construyó durante las guerras sertorianas. No hice caso a la recomendación de Filotas para que no iniciara este largo viaje y quizá ahora estoy pagando la consecuencia. Mi médico personal no quería que emprendiera el camino hasta la llegada de la primavera y una vez repuesto de mi débil estado de salud. Sin embargo, yo presté oídos sordos a sus consejos y no demoré más la partida, consciente de que si el tiempo siempre juega en contra de uno, tenga la edad que tenga, tanto más es así si se pasa ya de los ochenta, como es mi caso. La misma mañana que se supo de la Variana clades, la derrota de Publio Quintilio Varo en Germania, salí de Roma, con el consentimiento, a regañadientes, de Augusto, empeñado en mantenerme a su lado como el más veterano miembro de su consilium[3]. Nueve días antes de las calendas[4] de octubre, tras la finalización de los Juegos.
Deseaba volver a mis orígenes después de una vida plena que presiento se acerca a su fin y cuya longevidad agradezco, no sabría decir si a Baal, quizá Astarté, dioses de mis ancestros, a los que yo nunca adoré, o a las divinidades del panteón romano a las que sí adoré y en las que, sin embargo, jamás creí. Una existencia, tal vez no como la que imaginaba en mi niñez a los pies del templo de Hércules, puede que no digna de un héroe, pero sí la de un hombre de acción, llena de avatares, algunos incluso de destacadísima significación histórica. Y todo ello no habría sido posible, por supuesto, sin la ayuda, y sobre todo la fortuna, de mi querido tío Lucio Cornelio Balbo, quien, apenas cumplí los catorce, me hizo el honor de presentarme nada más y nada menos que al mismísimo gran Julio César. De él, por cierto, de mi tío quiero decir, heredé gran parte de cuanto poseo y he transmitido a mis descendientes. Y heredé también esta afición a las letras, que nunca dejé de cultivar, ni siquiera cuando más absorbido estuve por la dedicación a mi carrera. Ni el oficio de las armas ni el ejercicio de los diferentes cargos públicos a los que hube de entregarme impidieron que yo hiciera mis pinitos en el arte de la retórica y la literatura. Una extensa obra, aunque nada comparable en calidad a la de Salustio, Cicerón, Virgilio, Horacio e incluso Ovidio. Genios todos ellos con los que puedo decir tuve oportunidad de codearme y cuya pericia ya hubiera querido yo para mí. No sé cuántos discursos, a imitación de los de Hortensio; cierta atrevida intromisión en el género mayor de la historiografía; varios poemas, alguno tan rebosante de pasión como el que el joven y malogrado Catulo, al que no conocí, dedicó a la bella y licenciosa Clodia, y una colección de exégesis en mi condición de pontífice. Además de una pieza en torno a la muerte del dios Himeneo, una recopilación de reflexiones políticas y filosóficas y más de una tragedia. Entre ellas una en la que, a imitación de Nevio y Ennio, osé introducirme como protagonista, redactada en aquella época en la que por un exceso de fatuidad perseguía la gloria con la misma ambición con la que la persigue todo buen romano que se precie.
Puse punto y final a la última precisamente escasos días antes de embarcar en Ostia rumbo a Tarraco, las nonas de octubre de este año, el septingentésimo sexagésimo segundo desde la fundación. Un comentario sobre la evolución del pensamiento estoico desde Zenón de Citio hasta nuestro Catón, pasando por Cleantes y Crisipo, Diógenes de Babilonia, Panecio de Rodas y Posidonio de Apamea, a fin de prestar mi modesta contribución a la propagación de esta filosofía como única alternativa del hombre para aspirar a la auténtica virtud. Ni yo mismo habría podido imaginar que terminaría adhiriéndome a la doctrina de esta escuela y practicándola, en la medida de lo posible, con menor hipocresía con la que lo hicieron los maestros que me la inculcaron. Mi pariente, y padre adoptivo, Lucio Cornelio Balbo El Mayor, que se dejaba arrebatar por toda clase de placeres y lujos, y el insigne orador de Arpino[5], tan preocupado siempre por la salud de aquella república por la que dio la vida como por el aumento de su patrimonio inmobiliario y el de su familia a lo largo y ancho de la península itálica. También los dos se asombrarían si hubieran podido ser testigos de la austeridad y la sobriedad en la que he vivido y vivo desde hace unos años. Yo, que en mi juventud me dejé llevar por el desenfreno de todas las pasiones de las que puede ser presa el alma humana, que me jactaba de ser el mayor de los sibaritas y que me reía hasta de Epicuro.
Los últimos meses los he pasado redactando el referido libro y consultando textos griegos y latinos. Para lo que he tenido que visitar con frecuencia los dos centros de documentación bibliográfica más completos a mi disposición en la capital. La biblioteca pública que Gayo Asinio Polión mandó construir, con su botín de Iliria, en el Atrio de la Libertad. Aquel gran proyecto para el que César comisionó a Varrón, dicen que con el fin de expiar su culpa por la destrucción de la alejandrina[6], y que no tuvo tiempo de ver culminado. Y la biblioteca privada que Augusto añadió a su casa del Palatino, que en poco tiene que envidiar a la de Pérgamo. Gracias a dichas visitas he trabado amistad con Higinio, el liberto puesto a cargo de su cuidado, conservación y mantenimiento, a cuyas clases de filosofía he asistido en alguna ocasión con gusto. También con Livio, a quien le debemos la crónica histórica más extensa que hasta la fecha se haya escrito sobre Roma, Ab Urbe condita libri[7], y con su noble pupilo, el joven Tiberio Claudio, nieto de Livia, la esposa del Príncipe. Un muchacho del que todos se burlan por su tartamudez y su cojera, incluida su propia abuela, y al que yo, que en otro época sentí aversión y repugnancia por los tarados, admiro por su fina inteligencia y su capacidad para el estudio, a pesar de que es aún un crío imberbe. Le interesan los etruscos, según me comentó una de las muchas ocasiones en las que coincidimos y entablamos conversación. Me asombró la observación crítica que se permitió confiarme respecto al trabajo historiográfico de su preceptor, protegido de la primera y más poderosa autoridad del Imperio, cuando lo normal habría sido que le adulara como todo el mundo.
–Ve… veri… verita… veritatem mu.. mu.. mutat com… commo… commodi… commodidate su… sua[8] –me dijo tartajeando y sobreponiéndose a su comprensible timidez–. Qua… Quadri… Quadrigarium[9] prae… praef… praefero, scri… scriptor… scriptorem qui pri… primus ei… eius fons e… erat[10].
…
El crudo invierno me ha sorprendido en esta colonia de la Lusitania de la que me siento deudo y por la que quería pasar por última vez para gozar de su hospitalidad. Los duunviros, a propuesta de los decuriones, me han honrado con la colocación de un pedestal en mi honor, por el aniversario de mi patronazgo, y deseaba estar presente en la celebración del acontecimiento. Ha sido esta una de las dos razones por las que decidí realizar la mayor parte de este viaje por tierra. La otra, el mensaje de suma importancia que me había comprometido hacer llegar al propretor de la Hispania Tarraconense, Gneo Calpurnio Pisón, en nombre del cónsul suffectus[11] Quinto Pompeo Secundo. Dicho mensaje tenía que ver con las noticias llegadas a Roma sobre su presunto comportamiento corrupto en el gobierno de la provincia y la advertencia de que podía ser acusado de concusión. Pisón y Secundo pertenecen al círculo de allegados de Tiberio, que es el principal valedor tanto del uno como del otro y teme verse salpicado por un asunto feo que le perjudique en sus aspiraciones, ahora que es heredero del Princeps y está revestido con la tribunicia potestas[12].
–Es el prestigio de nuestro futuro Primer Ciudadano el que está en juego –me recordó Pompeo al transmitirme la consigna–. No lo olvides, Balbo –insistió–. Nadie mejor que tú para entender un problema de esta naturaleza.
En otras circunstancias, yo habría ido de inmediato en busca de Augusto para ponerle al corriente del tema, pero no fui. Las intrigas no me interesan desde que nos dejó Agripa, aunque haya tenido que convivir con ellas. Y mucho menos podía interesarme, precisamente la víspera de mi marcha, una de alcance tan mezquino como esta de la que Quinto Pompeo pretendía hacerme partícipe. Ante la perspectiva de este regreso definitivo a Gades, que he emprendido, y aún no he culminado, para reencontrarme con mis raíces y morir allí en paz, no hay cuestión de estado, por muy perentoria que sea, que pueda preocuparme ya lo más mínimo. Por esta razón, y tal vez por otra más profunda, relacionada con la conciencia, de la que yo mismo me sorprendo, cuando llegué a Tarraco pensé no cumplir con el encargo que se me había confiado y no entregar al propretor la misiva. Si en contra de mi deseo la trasladé a su destinatario, fue por las consecuencias que, de no haberlo hecho, temía pudieran derivarse no tanto para mí, a quien ya poco importan los caprichos del destino, como para los míos. Nadie está a salvo del riesgo de sufrir represalias si contraviene la voluntad de quien manda tanto o más que el propio Princeps y yo no voy a ser menos, por muchas que sean las dignidades por mí alcanzadas e influyentes las amistades con las que cuento. Pensar lo contrario no sería razonable por mi parte. Más bien una enorme estupidez conociendo como conozco en detalle los entresijos del poder, con sus pequeñas y grandes miserias, y la crueldad con la que se maneja. Solo de un hombre con la grandeza de ánimo de César se podría esperar un favor como respuesta a una ofensa. Nunca vi a nadie demostrar más clemencia ante sus enemigos y, como todo el mundo sabe, esa clemencia le costó la vida.
…
Norba Caesarina se ha convertido en una localidad próspera, por su ubicación junto a una importante vía de comunicación que facilita el comercio y al amparo de los asentamientos militares próximos de Castra Cecilia y Castra Servilia, cuya sola presencia contribuye a garantizar el orden y la seguridad en la zona. La proximidad de Iulia Augusta Emerita, donde se ha situado la capitalidad de la provincia, no ha logrado hacerle sombra. Me satisface profundamente haber contribuido a dicha prosperidad, aunque sea esta aún incipiente, con generosas aportaciones a su erario público. No para hacerle honor a mi nombre, sino al de Gayo Norbano, el esposo de mi amada Cornelia y padre de mis dos queridos nietos, a quien es debida su conversión en colonia. La riqueza de la Lusitania y los territorios limítrofes es proverbial. La abundancia de oro, plata y otros metales no tan nobles pero tanto o más útiles, la frondosidad de sus bosques, la fertilidad de sus campos, el crecimiento de la producción agrícola y ganadera, una vez pacificado el país, están atrayendo cada vez mayor flujo de población procedente de otros dominios de Oriente y Occidente.
No muy lejos de este lugar en el que me encuentro se desarrollaron algunas de las campañas militares contra las fuerzas rebeldes de Sertorio en las que estuvo presente mi tío Lucio Cornelio Balbo. Por aquella época un joven de apenas diecisiete años, incapaz de imaginar la relación idílica que le habría de unir a Roma para siempre y las atenciones que, con motivo de dicha relación, la Fortuna le depararía. Como otros muchos jóvenes gaditanos, hubo de alistarse en el ejército de Quinto Cecilio Metelo Pío, en virtud de las obligaciones derivadas del estatus que mantenía entonces nuestra Gades con respecto a la República Romana, y participó en varios hechos de armas en los que se distinguió por su valor, antes de la llegada a Hispania del general Gneo Pompeyo Magno como nuevo procónsul.
A las órdenes de Gayo Memmio, cuestor de Pompeyo, y cuñado también de este, y luego a las del insigne Marco Terencio Varrón, mi tío participó en las batallas que tuvieron lugar junto al río Sucro y en la llanura del Turium, al sur de Sagunto, una vez vencido el cerco de Cartagena. Y a las órdenes directas del mismo procónsul, en el cerco de Clunia, del que pudo escapar el caudillo rebelde, y en el sitio de Calagurris, entre otros muchos lances bélicos. Hasta la finalización del conflicto con la derrota definitiva de los sertorianos, y la de sus aliados los piratas, en el mar, de la mano de M. Antonio Crético, el año del consulado de Lucio Gelio Publícola y Gneo Cornelio Léntulo Clodiano[13].
No se debió solo a la valiosa ayuda económica que recabó de Gades para la causa contra los sublevados la amistad que se fraguó entre aquel entonces joven y digno representante de la nobleza gaditana y el que por aquellas fechas era ya el general de mayor prestigio dentro y fuera de los dominios de Roma. Un suceso que no trascendió, pero que ocurrió de veras, se produjo tres años antes de la victoria definitiva sobre Quinto Sertorio. Tuvo lugar en Pompaelo, tierra de los vascones, adonde Pompeyo se retiró a esperar que el Senado aceptara su petición de más refuerzos para concluir con éxito la campaña. El gaditano de familia potentada, que, pese a su muy temprana edad, había prestado ya notables servicios a la República, como el aumento de la flota para la batalla naval que también se libraba en el Mediterráneo, salvó al procónsul de una vil felonía. La de una aparente indigestión causada por un suculento atracón que se dio en compañía de sus oficiales y que por muy poco, eso se temió al menos, a juzgar por la gravedad de los síntomas, no le supuso la muerte.
Fue este uno de los muchos episodios desconocidos para la gran mayoría que me habría de referir mi tío cuando, antes de expirar, me entregó su archivo epistolar y los numerosos y desordenados apuntes de su inacabada autobiografía en los que se basa gran parte de todo lo que relato. Tanto esfuerzo y tanto empeño puso en terminar la obra inconclusa de César e Hircio sobre la Guerra Civil, así como en asegurar para la posteridad un testimonio fidedigno sobre los hechos de la Guerra de Hispania, la Guerra de África y la Guerra de Alejandría, que descuidó el proyecto suyo de dejar escritas sus propias vivencias.
Aulo Escribonio, médico de confianza del Magno, que presumía de ser seguidor de la escuela metódica y discípulo de Asclepíades de Bitinia, no acertó a aliviar el malestar del general en toda la noche y hubo de ser mi tío el que, solícito y resuelto, se ofreció a intentarlo. Con un brebaje que improvisó, ante la sorpresa del legado y los tribunos, cuando por la mañana se presentó en la tienda del puesto de mando a transmitir novedades, en su calidad de praefectus fabrum[14] sustituto. Una pócima, que el enfermo debía tomar después de dirigir una especie de ruego en forma de oración a no recuerdo qué divinidad a la que rindieron culto nuestros antepasados fenicios. Tratamiento al que se opuso y del que se burló Escribonio, ofendido porque su credibilidad como sanador podía quedar en entredicho, como de hecho quedó, pero al que el Magno aceptó someterse con la esperanza de encontrar la cura.
Al día siguiente, Pompeyo se levantó completamente recuperado y dispuesto a colmar de favores a aquel osado y noble muchacho gaditano al que, en reconocimiento a sus méritos, mantendría a su lado en todo momento mientras permaneció en Hispania. Pues no solo se había mostrado eficiente, siempre y cuando se le había requerido, sino que, además, había sido capaz de devolverle la salud perdida. Aquella infusión, a base de ciertas yerbas silvestres, algunas localizables en los prados o las montañas de la Bética, como la artemisia, el minutum fenum[15] y la genciana, mezcladas con los extractos de una planta originaria de la India y traída a Gades desde Persia, donde era conocida con el nombre de dzungebir[16], surtió el efecto deseado gracias a sus milagrosas propiedades medicinales. Y otro tanto de lo mismo se puede decir respecto a la fórmula mágica del rezo, que el discípulo de Asclepíades debió oír pronunciar, entre escéptico o escandalizado, quizá aterrado. Un remedio de andar por casa, en realidad nada secreto, importado de Oriente y transmitido de generación en generación entre nuestra gente, que mi tío conoció a través de su madre y que a mí me transmitió la mía, al que los Balbo de Gades –quién lo diría– debemos, en buena medida, gran parte de lo que conseguimos y lo que hoy somos. Entre otras cosas, el hecho de gozar de la condición de ciudadanos romanos de pleno derecho, en virtud de la Lex Gellia Cornelia, que facultó a Gneo Pompeyo para otorgárnosla el 682 AUC[17], con lo que dicha concesión significaba y significa.
La primavera del año siguiente el procónsul, que desde entonces se conduciría con mayor sobriedad y parsimonia en lo que a la comida se refiere, decidió regresar a Roma y quiso llevarse consigo a mi tío, que declinó la invitación, para volver a casa lo antes posible. Una hija del ilustre Asdrúbal con la que se había comprometido le estaba esperando. Yo tendría entonces no más de tres o cuatro, quizá cinco años.
—————
[1] Año 682 AUC = 72 a J. C.
[2] Vestirla marcaba el paso de la infancia a la adolescencia.
[3] Consejo.
[4] Nombre que los romanos daban al primer día de cada mes.
[5] Referencia a Marco Tulio Cicerón, que nació en la localidad italiana de Arpinum y que habría de ser conocido también como el Arpinate (es decir, “el de Arpino”).
[6] Referencia a la Gran Biblioteca de Alejandría, que, según algunas crónicas, fue incendiada por las tropas de César.
[7] Desde la fundación de la ciudad. Obra monumental de Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) sobre la historia de Roma.
[8] Veritatem mutat commodidate sua (trastoca la realidad a su conveniencia).
[9] Quinto Claudio Cuadrigario, historiador y cronista romano del siglo I a. C.
[10] Cuadrigarium praefero, scriptorem qui primus fons eius erat (prefiero a Cuadrigario, autor que fuera su principal fuente).
[11] Cónsul sustituto.
[12] Potestad de la que estaba investido el cargo de tribuno de la plebe.
[13] Durante la República los romanos tenían por costumbre identificar el año con los nombres de los dos ciudadanos que estuvieran ocupando el consulado, la más alta magistratura. El año de Lucio Gelio Publícola y Gneo Cornelio Léntulo Clodiano corresponde al 682 Ab Urbe Condita (el 682 desde la fundación de Roma), es decir, el 72 a. C.
[14] Especie de oficial ayudante del general y acompañante de su máxima confianza.
[15] Los romanos llamaban al hinojo, heno pequeño.
[16] Nombre persa del jengibre. En Roma no se empezó a utilizar esta planta como especia hasta el siglo I.
[17] Ab Urbe Condita. Desde la fundación de la ciudad. Los romanos contaban los años a partir del año de la fundación de Roma (753 a. J.C.).